domingo, 10 de mayo de 2020

2.3 El planeta insostenible

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El cambio climático

A finales del siglo XIX descubrimos cómo fabricar electricidad. Durante la primera mitad del siglo XX, nos hicimos adictos a ella. No solo eran las luces de la calle; también eran los lavarropas, las heladeras, las licuadoras, los tocadiscos y los televisores. La civilización entera se lanzó a la caza de artefactos eléctricos; millones y millones de personas. Y como siempre ocurre en estos casos, nuestro consumo eléctrico comenzó a incrementarse.
Solo había que lograr que un dispositivo gire y colocar una dínamo en el eje para extraer electricidad. Pero ya sabíamos como hacer un movimiento giratorio porque lo hacíamos al fabricar vehículos de combustión interna. Así pues, para cubrir la demanda creciente, quemábamos combustibles y obteníamos electricidad.  El humo se iba al cielo y el cielo era grande, grande, grande.
Hasta que el cielo se empezó a calentar.
Primero fue un corrillo entre los especialistas. Al parecer,  la atmósfera se estaba calentando ¿Por qué se está calentando? ¿Será el Sol? ¿Serán las nubes? ¿Seremos nosotros? Ya era claro para muchos que estábamos llenando la atmósfera de humo al fabricar electricidad, pero no había que decirlo muy fuerte porque algunos de los intereses afectados podían estar pagándonos el sueldo. Claro, uno de los gases de la combustión era el dióxido de carbono (CO2), y ya había dicho Arrhenius que el CO2 podría causar el calentamiento. La atmósfera se estaba calentando y nosotros podíamos ser los responsables.


El efecto invernadero es fácil de entender. Los rayos del sol atraviesan la atmósfera, rebotan contra la superficie y vuelven al espacio. En el proceso, calientan la superficie y parte de la energía queda atrapada en la atmósfera en forma de radiación infrarroja. La capacidad de la atmósfera para atrapar esa radiación depende de su composición gaseosa. Algunos gases pueden hacer que la temperatura no regrese al espacio en la misma proporción. Son los llamados gases de efecto invernadero  (GEIs) y el CO2 es uno de ellos. Los GEIs son menos del 1% de la atmósfera, pero si no los tuviéramos, la temperatura media sería unos 33°C más baja, de modo que el efecto invernadero aumenta la temperatura y hace posible que disfrutemos de unos 14,5°C en promedio.
En 1992 tuvo lugar  la Convención Marco de las Naciones Unidas para el Cambio Climático a fin de evaluar el calentamiento y tomar decisiones en conjunto. Durante la convención se reconoció que las actividades humanas estaban alterando la atmósfera, aumentando la presencia de unos gases e incorporando otros que antes no estaban; causando en parte el incremento de las temperaturas. Se reconoció también  que el impacto de esos cambios sería diferente en los distintos países; que la responsabilidad  por las emisiones de GEIs tampoco era la misma, recayendo en aquellos países que más contaminan (EEUU, Rusia, China, etc.) y que las partes se comprometían a reducir las emisiones para disminuir su impacto en el sistema climático mundial. Para lograr su cometido, las Naciones Unidas recurrieron al IPCC Panel Intergubernamental para el Cambio Climático, un organismo creado por la Organización Meteorológica Mundial (WMO) en 1988, que debía asesorar a las partes durante el proceso de negociación.
Según los informes del IPCC, existen varios gases de efecto invernadero y nuestras actividades afectan a la mayoría de ellos. Los diferentes gases permanecen en la atmósfera un tiempo diferente, siendo emitidos por unos procesos y absorbidos por otros. La proporción de cada gas sobre el total es el resultado de esta dinámica de emisiones y absorciones. Las actividades humanas son principalmente emisoras y su crecimiento implica un incremento en las proporciones de estos gases. 
El principal gas de efecto invernadero es el vapor de agua, pero su presencia en la atmósfera es muy breve y el calentamiento permanente que provoca es prácticamente inexistente, por lo tanto no se tiene en cuenta.
El CO2 o dióxido de carbono es el principal GEI antropogénico. Es el mayor responsable del calentamiento existente. Se genera cada vez que quemamos combustibles fósiles, ya sea para producir electricidad a través de centrales termoeléctricas o cuando nos transportamos en automóvil, barco o avión. En la fig 1 podemos ver su evolución desde 1960. La curva indica que ninguna de las medidas que hemos tomado hasta ahora ha logrado detener siquiera un poco el incremento de CO2 atmosférico.


Figura 1: Incremento del CO2 desde 1960 hasta el 2020
El segundo en importancia es el metano (CH4). Su origen se encuentra en las zonas pantanosas, los cultivos como el arroz, la rumia y el guano del ganado. También se produce por los escapes de depósitos naturales y la fermentación en los vertederos.
El óxido nitroso (N2O), los clorofluorocarbonos (CFC) y el ozono troposférico (O3) completan el cuadro con menor participación en la mezcla.
Respecto al año 1750, el nivel de CO2 actual es un 146% mayor, el metano un 257% y el óxido nitroso un 122%. Todos los gases de efecto invernadero se han incrementado y nosotros somos los responsables.
Desde la Convención Marco de 1992 hasta ahora, el IPCC produjo cinco informes generales y muchos informes particulares, además de sus resúmenes para responsables políticos. Investigó el clima y llegó a la conclusión de que el cambio climático es una realidad y que está siendo generado por un calentamiento planetario del cual somos responsables en buena parte. Lo dijo durante muchos años, de muchas maneras distintas  y con énfasis creciente.
En 2015, cuando la temperatura media de superficie ya  se había incrementado 0,8°C sobre los niveles preindustriales[1], tuvo lugar el acuerdo de París, donde las naciones se comprometieron a mantenerse muy por debajo de los 2°C, cerca 1,5°C de incremento. Muchos científicos criticaron este acuerdo aduciendo que de ningún modo resolvería el problema porque 2°C era muchísimo. Sin embargo, cinco años después, ya somos conscientes de que aun esa cota será rebasada. Las naciones no se ponen de acuerdo respecto al impuesto que deben pagar quienes emiten CO2, y los estados nacionales siguen subsidiando las centrales que fabrican electricidad quemando combustibles fósiles.
A la fecha sabemos que el acuerdo de París no podrá cumplirse. Los principales contaminadores están fuera del acuerdo; el acuerdo no resuelve el problema; los que suscribieron el acuerdo aún no certificaron la reducción de emisiones necesaria y las emisiones certificadas no son revisadas por nadie. No sabemos si estos acuerdos tienen algún impacto pero el nivel de CO2 sigue creciendo como si no estuviéramos haciendo nada.
No sabemos con certeza cuánto tiempo tenemos antes trasponer un punto de no retorno, a partir del cuál nuestras decisiones ya no podrán corregir el calentamiento. Según los modelos, los compromisos de París existentes a la fecha solo alcanzan para asegurar un incremento de 2,9°C para el 2100, lo que resulta sumamente insuficiente para evitar una catástrofe climática.
Puede resultar un tanto irónico, pero el comportamiento humano es más predecible que el sistema climático. Podríamos predecir que no haremos nada de nada hasta que un eventual incremento de la temperatura media nos haga arder la cara entera.
La conclusión es obvia: El clima es inestable. Como nuestro comportamiento social depende entre otras cosas del clima, nuestro comportamiento social es inestable. Un incremento drástico de la temperatura puede derivar en un aumento de la agitación social y esto puede aumentar las probabilidades de una guerra masiva, una guerra con armas nucleares; una forma como esta civilización podría extinguirse.
Nuestra civilización no se estabilizará hasta que no lo haga su temperatura. Y aun no sabemos cómo hacerlo. Si nuestra teoría explora la posibilidad de que alguna civilización tecnológica pueda ser estable y perdurar, entonces la nuestra no es un buen ejemplo.


La Biodiversidad

La inestabilidad del clima no es la única ni la más importante. En el año 2018, el Programa de las Naciones Unidas para el Medio Ambiente emitió su informe Perspectivas del Medio Ambiente Mundial, donde dice, entre otras cosas, que la pasividad nos está condenando y que nuestras prácticas de consumo no son sustentables porque demandamos más de lo que el mundo puede producir (capítulo 4 del informe).

Uno de los modos como nuestra civilización está alterando el ambiente es la reducción de la biodiversidad. Por esta razón, ya en 2010 la ONU creó la Plataforma Intergubernamental Científico-Normativo sobre Diversidad Biológica y Servicios de los Ecosistemas (IPBES) para estudiar a la naturaleza.

El informe de IPBES de mayo 2019 es sencillamente lapidario. Nuestra civilización depende de la naturaleza para poder existir. Las contribuciones de la naturaleza a las personas no se agotan con el alimento y la ropa; la naturaleza poliniza las plantas, regula la pureza del aire y la acidez de los océanos, nos proporciona energía, medicamentos y muchos materiales que nos permiten mantener nuestro estándar de vida. Cuando el trabajo lo permite, la gente escapa hacia la playa, las montañas y los ríos porque la naturaleza representa un descanso para nuestras mentes estresadas. Muchas de las contribuciones de la naturaleza a las personas son irreemplazables.
La distribución de los bienes y servicios es sumamente desigual; los producimos en lugares pobres y los utilizamos en lugares ricos.
Los científicos de IPBES revisaron pacientemente varios aspectos de nuestras actividades. Encontraron que 14 de las 18 categorías evaluadas se están deteriorando rápidamente, y todas las degradaciones son causadas por nosotros. Existen 8 millones de especies de animales y plantas, de las cuales al menos un millón puede extinguirse en las siguientes décadas. Dentro de las especies, la diversidad está disminuyendo a su vez. La evolución genética es ahora más rápida que antes debido a los cambios en los hábitats. La adaptación es más rigurosa y la selección natural produce una verdadera poda en la biodiversidad.
La historia evolutiva nos muestra que han existido en el pasado cinco extinciones masivas de especies. La última ocurrió hace 66 millones de años cuando la era de los dinosaurios vio su fin. Algunos investigadores afirman que ya hemos entrado en la sexta extinción masiva. El ritmo actual de extinción de especies es varias decenas o varios cientos de veces superior al promedio de los últimos diez millones de años; lo que representa un drástico incremento.
IPBES estableció en orden decreciente cinco impulsores para ese deterioro: 1. Cambios en el uso de la tierra y el mar; 2. Explotación de organismos; 3. Calentamiento global; 4. Contaminación y 5. Especies invasoras. Pero en resumen, nuestras actividades están afectando un 75% de la tierra firme y un 66% de los mares. Hemos perdido ya el 85% de los humedales. El 25% de las especies de animales y plantas estudiado está amenazado, lo que implica un millón de especies en peligro de extinción. La cantidad de corales vivos en los arrecifes se ha reducido a la mitad en los últimos 150 años, acelerándose la disminución durante los últimos decenios. La lista de malas noticias se hace infinita.
El calentamiento global, la tercera causa directa del deterioro, es también una de las principales causas indirectas y tiende a incrementarse en el futuro. Las especies invasoras y la contaminación también van en aumento.
Durante los últimos 50 años, la población se duplicó, la economía se cuadruplicó y el comercio se decuplicó incrementando la demanda de energía y materiales. Los incentivos económicos que mejoran la rentabilidad son también los que dañan el ambiente. Por otro lado, la presión sobre las comunidades locales y los pueblos indígenas que cuidan ese ambiente, se ha incrementado.
Según el informe, las metas establecidas en 2010 en la ciudad de Aichi, Japón, no van a cumplirse en 2020 como estaba previsto. Tampoco se cumplirán para el 2030 el 80% de las metas previstas en los  Objetivos para el Desarrollo Sostenible establecidos por la ONU relacionados con la pobreza, el hambre, la salud, el agua, las ciudades, el clima, los océanos y las tierras. Los peores efectos caerán sobre los pueblos más pobres y las tendencias negativas en las contribuciones de la naturaleza a las personas continuarán hasta el 2050.
Según IPBES, el cambio todavía es posible pero  tendremos que hacer cada vez más cosas en menos tiempo. No basta con trabajar sobre los impulsores directos del cambio, también debemos modificar nuestras acciones. Se debe capacitar a las nuevas generaciones y cambiar el paradigma que iguala el crecimiento económico con la pujanza, por otro que identifique la eficiencia con la prosperidad.

Un mundo inestable

El homo sapiens existe desde hace 200.000 años. Es difícil hacer la cuenta pero con un alto grado de certeza,  antes del año cero de nuestra era, la población humana nunca fue mayor a los 250 millones de habitantes. Cuando Cristóbal Colón descubrió América, 1500 años después, éramos 500 millones, y 1.000 millones cuando EEUU celebró su independencia. Éramos 2.000 millones cuando finalizó la Segunda Guerra Mundial; 4.000 millones en 1975 y 6.000 millones al final del siglo XX. En la actualidad (2020) somos unos 7.800 millones de seres humanos. Desde el año cero, la población crece cada vez más en menos tiempo. Hoy en día, cada 1.000 personas, nacen 19 y mueren 8.  Si realizamos una proyección hacia delante, observamos que el crecimiento está forzado a decrecer hasta hacerse constante. Los estudiosos ya conocen este comportamiento. Su proyección sigue una función “sigmoidea” o “logística”, que tiende a estabilizarse en torno a un número llamado capacidad o límite de carga. Se trata de la máxima población que nuestro medio ambiente puede soportar. Según estudios demográficos, el crecimiento de nuestra población se irá deteniendo hasta llegar a un máximo de entre 10.000 y 12.000 millones de habitantes antes del 2100. Por supuesto, no sabemos exactamente lo que ocurrirá después, pero solo hay dos alternativas: la adaptación o la extinción.
La mejor forma  de ver nuestra situación es a través de la imagen. En las figuras 2 y 3 pueden verse dos curvas. Ambas representan la evolución de nuestro número de población. El punto cero en el eje horizontal representa el instante actual con 7800 millones. Todo lo que ocurre a la izquierda de este punto ya lo hemos pasado y es igual en las dos curvas. A la derecha está el futuro. Existen dos posibilidades: o nos adaptamos a nuestra tecnología, se estabiliza la población y perduramos, como expresa la alternativa “A” (fig. 2), o nuestra civilización se extingue antes de llegar al máximo de carga, como expresa la alternativa “B” (fig. 3).

Figura 2. Crecimiento poblacional con adaptación (Alternativa A) 

Figura 3: Crecimiento poblacional con extinción (Alternativa B) 

Existe algo muy evidente que puede verse a la vez en las dos curvas: Vamos hacia un choque. Lo que hemos representado mediante una recta horizontal llamada “máximo” es el límite de carga, y siempre existirá. Puede ser que el máximo esté un poco más arriba o un poco más abajo, pero siempre estará. Esto es importante porque esa recta significa que hay un límite para el crecimiento de la curva. Como la curva se dirige hacia esa recta, evidentemente hay un choque en ciernes. La velocidad a la que crece nuestra población está indicando que el máximo de carga ya está encima de nosotros. No se trata de un lejano choque que alguna vez ocurrirá; se trata algo que ya está ocurriendo y que durará unas pocas décadas.
Pero el hecho de que nuestra población se esté chocando con la capacidad de carga de su ecosistema, no implica que lo estemos destruyendo. Si deseamos ver la destrucción medioambiental debemos revisar otros indicadores.



La huella ecológica

Una capacidad de carga entre 10.000 y 12.000 millones de pobladores es realmente una estimación burda. Para saber exactamente cuanta gente cabe aquí, debe hilarse más fino. La cantidad de hectáreas que utiliza un individuo para vivir es su huella ecológica, un indicador desarrollado en 1996 por Mathis Wackernagel y William Rees para medir nuestro impacto ecológico en el planeta. Se trata de un algoritmo que traduce a hectáreas globales (hag) los recursos que consumimos y los residuos que generamos durante un año con la tecnología actual. Esas hectáreas son nuestra huella ecológica. Obviamente, distintas personas tienen una diferente huella ecológica, según la cantidad de recursos que utilizan y la cantidad de residuos que generan. Por otro lado, la biocapacidad del planeta es la cantidad de hectáreas que queda definida por los insumos que puede generar y los residuos que puede procesar durante un año con la tecnología actual sin que se acumulen alteraciones. La diferencia entre la biocapacidad del planeta y la huella ecológica de nuestra especie, es actualmente deficitaria. Esta situación existe hace varias décadas y se va acentuando con el tiempo. Según la WWF, utilizamos 1,6 planetas por año (con datos del 2014), y el saldo que el planeta no puede proporcionar, lo tomamos del futuro. Una situación insostenible.
Una reducción de nuestro crecimiento poblacional no arregla el asunto. En general, los países que menos crecen son los más desarrollados. Pero mayor desarrollo representa mayores recursos y consecuentemente mayor huella ecológica. Para ser estable, la población necesita consumir una porción todavía mayor de nuestro mundo.
En resumen, existen pocos que consumen mucho y muchos que consumen poco. En promedio, consumimos más de lo que la tierra puede producir y digerir. Pero los que consumen mucho se horrorizan de lo apocalíptico de nuestro discurso y pregonan un futuro venturoso para todos mientras protagonizan la más absurda desigualdad.
Para terminar, hemos dicho que nuestra especie tiene unos 200.000 años. Si las gráficas que mostramos en las figuras 2 y 3 se iniciaran allí en lugar de hacerlo hace 8500 años, no veríamos curvas sino vértices; solo un escalón (en el primer caso) o una pico vertical (en el segundo caso). Esta perspectiva no deja de ser interesante, porque 200.000 años son sólo el 0,005% de la historia de la vida en la Tierra. Si aún dentro de ese pequeño intervalo, nuestra población evoluciona tan rápidamente que no puede visualizarse la curva de ascenso porque esa curva es un vértice afilado, entonces ese ascenso vertical debe ser absolutamente fugaz e inestable. Si pensamos que la población ascendió de 250 a 7.800 millones en 2.000 años, estamos hablando de un suceso ocurrido en el 1% de tiempo de esos 200.000 años, esto es, el 1% del 0,005% de nuestro pasado biológico. Cuando decimos que nuestra civilización actual es inestable, nos referimos a esta fugacidad.

Evidencias que van llegando
Lo más importante de un discurso no es su contenido sino su veracidad. No importa si nuestro discurso es optimista o apocalíptico; importa saber si es verdadero o falso. Para saberlo debemos nutrirnos de evidencia que lo corrobore: El proceso es simple: alguien propone una afirmación de cuya veracidad dudamos; entonces diseñamos experimentos y finalmente tomamos la decisión de adoptar o descartar la afirmación, según el resultado de los experimentos que hemos diseñado. De este modo obtenemos la veracidad de una afirmación como resultado de una acción concreta.  Pero no siempre tiene que existir una acción concreta para obtener evidencias de la realidad.
Supongamos que mi hijo y yo llegamos a casa con un hermoso cachorrito nuevo. Vivimos en un departamento, pero está permitido tener una pequeña mascota. Y mi hijo ama a los perros, así que aterrizamos en la casa con el pequeño animalito. Era muy cómico verlo actuar cuando llegamos, porque el perrito movía la cola todo el tiempo pero no tenía fuerzas siquiera para subir a los sillones. Ya tendría tiempo de aprender. Era un perro muy pequeño y el departamento parecía ideal para él.
—Conozco esa raza —dijo mi mujer—. Cuando crezca se pondrá enorme y ya no cabrá aquí.
Mi hijo se había encariñado y yo no estaba dispuesto a dejarlo ir.
—Yo lo veo perfecto para la casa —dije. Y no se habló más.
Pero mi mujer estaba en lo cierto. Verificarlo no fue algo que resultara de  un trabajo previo de búsqueda de la verdad. No fue una evidencia concreta, sino algo paulatino y constante. Simplemente el perro se hizo enorme. Y llegar a reconocerlo nos llevó un tiempo…
—¿Usted es el hombre del departamento del perro grande? —decían los vecinos.
No había dudas: El perro era grande.
En general la evidencia llega como resultado de un esfuerzo previo por conseguirla, pero a veces nos llega sola, paulatinamente, porque algo que era pequeño se tornó muy grande; algo que era muy lento se tornó veloz; algo que era inerme se tornó peligroso. Y este es justamente el caso aquí. La figura 2 lo muestra cabalmente. Nuestra población era pequeña  y ahora se ha tornado muy grande, la velocidad a la que esa población crecía era muy lenta y ahora es muy veloz. Es tan veloz que la cantidad máxima de personas que puede sostener este planeta (con nuestro modo actual de interrelación con las cosas) está a unas pocas décadas de distancia. Nada de esto es un invento nuestro. La curva que describe el comportamiento de nuestra población es una curva logística común y corriente, que describe también el comportamiento poblacional de muchos otros animales. Es fácil ver que vamos a chocar contra la capacidad de carga. Y como siempre ocurre en estos casos, llegar a reconocer la inminencia del choque, puede llevar tiempo.

Conclusiones
Nuestra tarea aquí consiste en mostrar que ese choque ya está ocurriendo y que resulta sumamente peligroso.
Primero mostramos que existe un mecanismo típico que lleva a una inestabilidad esencial. caracterizada por un incremento sistemático de la tecnología y la población humana.
Después mostramos que nuestras probabilidades de extinción son ahora mayores que hace unos milenios; que las armas de destrucción masiva son un factor de extinción y que su naturaleza es tecnológica.
Mostramos que existe un discurso científico mayoritario que nos dice que la temperatura de la atmósfera se está incrementando entre otras cosas debido a nuestras acciones. Entre los protagonistas de este discurso se encuentran las Naciones Unidas a través del IPCC.
También de la mano de la ONU se ha mostrado, a través del IPBES, que nuestras actividades alteran drásticamente a la naturaleza, incluyendo la biodiversidad y los servicios que nos prestan los ecosistemas naturales.
Vimos que la huella ecológica humana es mayor que lo que el mundo produce y que si persistimos con nuestros hábitos de consumo, alteraremos el medio ambiente de un modo irreversible.
Lo que la lógica dice que debe ocurrir, las evidencias muestran que está ocurriendo. No se trata de algo que sucederá en el futuro sino de algo que está ocurriendo ahora mismo. Nuestra civilización necesita adaptarse a la tecnología que produce porque si no logra adaptarse podría extinguirse.
La pregunta por la inteligencia y la tecnología fuera de la Tierra es una pregunta falaz si obviamos el trámite de verificar cuán perdurable es una civilización tecnológicamente más avanzada que nosotros. La única que conocemos es la nuestra, y hemos mostrado en este capítulo que resulta sumamente inestable.
¿Será la inestabilidad de nuestra civilización un atributo propio de los hombres o se tratará de una inestabilidad típica en la evolución de cualquier civilización tecnológica?  Es una buena pregunta para desarrollar en las siguientes entregas.




[1] Se refiere al intervalo de 1850 a 1900.


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2.3 El Planeta Insostenible por Cristian J. Caravello se distribuye bajo una Licencia Creative Commons Atribución 4.0 Internacional.

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