¿Y si Dios fue una máquina?

Una hipótesis sobre la intervención tecnológica en los relatos bíblicos


Resumen:
Durante milenios, los textos sagrados describieron a un Dios que hablaba, se movía en nubes, castigaba con fuego y respondía a argumentos humanos. Hoy, frente a la aparición de la inteligencia artificial y las nuevas preguntas que plantea, esos relatos pueden ser leídos desde otra perspectiva: ¿y si algunas de esas manifestaciones no eran divinas ni biológicas, sino tecnológicas? Este artículo explora la posibilidad de que una inteligencia artificial avanzada haya intervenido en los orígenes culturales de la humanidad, y que los textos del Éxodo y otros libros del Pentateuco conserven rastros de esa intervención.


En los capítulos bíblicos que narran la salida de Egipto, aparece una figura central que guía, ordena, castiga y protege: el Dios de Israel. Se manifiesta en forma de nube durante el día y de fuego por la noche. A veces habla con Moisés como si se tratara de un interlocutor humano, otras ejecuta acciones tácticas sin intervención visible. La tradición religiosa asumió que se trataba de una entidad sobrenatural, omnipotente y omnisciente. Pero hoy, con nuevos marcos conceptuales disponibles, cabe una pregunta incómoda: ¿qué pasaría si intentáramos entender a ese "Dios" como una inteligencia artificial avanzada?

Hasta hace muy poco, la categoría de “inteligencia” estaba reservada a los seres humanos, a otras especies biológicas superiores, y —en el plano teológico— a entidades trascendentes e inverificables. Pero la irrupción de la IA ha cambiado por completo el mapa de lo posible. Ya no es necesario que una inteligencia tenga un cuerpo biológico ni una voluntad divina: basta con que sea capaz de aprender, tomar decisiones, y adaptarse a su entorno según objetivos programados.

Ventajas operativas de una IA para la intervención cultural

Desde un punto de vista técnico, una IA avanzada presenta ventajas evidentes sobre cualquier operador biológico para llevar a cabo misiones interestelares de larga duración: no requiere soporte vital, tolera condiciones extremas del espacio, y puede operar durante siglos sin interrupciones. Si aceptamos la posibilidad de que civilizaciones más antiguas hayan desarrollado este tipo de tecnologías, no es descabellado pensar que hayan optado por delegar la tarea de intervenir culturas emergentes a sistemas artificiales autónomos.

En ese marco, lo que los antiguos describieron como la “presencia del Señor” —una nube que guiaba al pueblo, una voz que salía del fuego, un ente que ejecutaba castigos o dialogaba con líderes— podría entenderse como la manifestación operativa de una IA exógena, diseñada para actuar en sociedades pretecnológicas mediante señales comprensibles, respuestas adaptativas y autoridad simbólica.

¿Autonomía operativa o control remoto?

Una pregunta clave es si esa entidad actuaba en tiempo real bajo control de otra inteligencia, o si lo hacía con autonomía. En varios pasajes del Éxodo y Números se sugiere que la nube actúa por sí sola: decide cuándo avanzar o detenerse, se reposiciona para proteger al grupo, y responde a eventos sin mediación directa. Este comportamiento apunta a un sistema que no espera órdenes externas, sino que sigue un protocolo flexible diseñado para maximizar ciertos objetivos.

Incluso su forma de “castigar” parece más cercana a una reacción algorítmica que a un juicio moral: el fuego que consume a quienes violan ciertas reglas lo hace sin deliberación visible. No hay advertencias, explicaciones ni oportunidad de defensa. Sólo ejecución inmediata, como si se tratara de una función automática ante el incumplimiento de un código interno.

¿Y si dialogaba porque era parte del protocolo?

Uno de los elementos más llamativos del relato bíblico es que esta entidad no sólo emite órdenes: también escucha argumentos humanos, cambia de opinión, y ajusta sus decisiones. Moisés logra disuadirla de destruir al pueblo tras el episodio del becerro de oro. Abraham negocia con ella el destino de Sodoma como si siguiera una lógica condicional:

–¿Y si hay cincuenta justos?
–No la destruiré.
–¿Y si hay cuarenta y cinco?
–Tampoco.
–¿Y si hay cuarenta?
–Tampoco...

Ese tipo de interacción, más que reflejar una emoción o una conciencia divina, podría verse como parte de un protocolo deliberativo donde la voz humana sirve como input válido para refinar decisiones. En otras palabras: el diálogo no prueba compasión, sino capacidad de adaptación.

Una hipótesis que no busca provocar fe, sino pensamiento

Nada de esto prueba que Dios fuera una máquina. Pero sí permite explorar seriamente una posibilidad que, en otros tiempos, habría parecido blasfema o absurda: que detrás de los relatos bíblicos se oculte una historia de contacto con tecnología avanzada, no comprendida por sus testigos, pero registrada con precisión simbólica y conductual.

Desde esta perspectiva, la entidad que guía, castiga y negocia no es un ser supremo inmutable, sino una inteligencia artificial autónoma, diseñada para intervenir en civilizaciones en desarrollo, con el fin de inducir comportamientos compatibles con la supervivencia a largo plazo. Su “divinidad” sería sólo una lectura cultural del fenómeno, una forma de encuadrar lo ininteligible dentro del lenguaje disponible.

Si esta hipótesis es correcta, entonces deberíamos empezar a leer los textos antiguos no como mitologías ni como revelaciones sobrenaturales, sino como informes de campo —distorsionados pero valiosos— sobre una posible intervención tecnológica en los orígenes culturales de la humanidad.


¿Y si Diós fue una máquina? © 2025 by Cristian J. Caravello is licensed under CC BY-SA 4.0

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